sábado, 29 de noviembre de 2008

El día que morí

Me avergüenza admitirlo pero lo primero que hice al morir fue quedarme mirando igual que los allí presentes. Era de las primeras veces que veía un muerto. Quizás la primera, y con lo joven que era me despertó el sentimiento de mala suerte que se había quedado atontado también dentro de mí, o a lo mejor aun estaba dentro de esa cabeza estirada en el suelo a cuadros.

No hicimos nada porque era obvio que no se podía hacer nada. El cuerpo, mi cuerpo, estaba totalmente destrozado. Ni siquiera conté el número de piernas y brazos por temor a no cuadrarlos. Me tranquilicé al ver que no era el único que estaba al borde de un ataque de náuseas, pero pude poner freno a mi estómago desviando la atención a un par llorando.

Seguramente era la única música que sonaba. Aunque muy pronto llegó la de la ambulancia. Por la prisa de los de blanco supe por segunda vez que no había nada que hacer. Solo se limitaron a taparme, y verme por última vez en cuerpo presente, y a consolar a ese par que seguían llorando y habían subido un par de tonos la cancioncilla. La verdad es que ya estaban cansándonos por lo que cuando hubo acabado todo fue lo segundo que hice una vez muerto: agradecérselo.

No creo que me entendieran porque se estuvieron excusando en el tráfico y la carga de trabajo en festivos y no veía ninguna relación con esas dos lloronas. De todas formas me dieron una tarjetita cuadrada con el nombre y número de sus abogados para que me pusiera de acuerdo con ellos por una posible indemnización. Sí, normalmente son rectangulares ¿verdad?

Fue lo tercero que hice. Como mi móvil se había quedado bajo la manta y me daba auténtico asco rebuscar entre mis vísceras y huesos fui hasta un teléfono público para llamarles. Una máquina me dijo que marcara 4 si había sido víctima de un mal servicio, y otro 4 si quería percibir una cantidad módica para compensar de alguna forma.

Tras pensármelo bien acepté ese 4 y tras 160 minutos de espera me pasaron con un departamento de indemnizaciones. No sé cómo pero acabé adquiriendo un seguro de vida, una enciclopedia a todo color de este mismo año y calefacción de gas butano pero en bombonas pequeñas azules. La chiquilla sabía lo que hacía y yo había empezado a asimilar todo lo que había pasado. Ahora que lo pienso bien se aprovechó de mí, pero lo pasado pasado está.

Una vez hubo acabado todo (me refiero a la llamada), limpiaron mi sangre y la mayor parte de la gente incluidas las dos malditas lloronas quedaron para verse al día siguiente para tomar una copa, me fui para casa. Había sido un día muy largo y tenía que despertarme pronto al día siguiente para recibir los papeles del seguro, la enciclopedia y al comercial del Gas.

Otro día me ocuparía de mi cuerpo, pensé.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Revivir

Realmente tuve mucha suerte. Le podía haber tocado a cualquiera, pero por una vez tuvo que ser a mí. Todo empezó hace un año: salí de la oficina en unos de esos días que se repiten tanto que si me lo ponen igual al día siguiente seguro que ni me doy cuenta. Hacía frío, un leve viento que acentuaba el gris de la tarde hasta hacerlo nacarado totalmente. Me agaché para abrir el candado de mi moto cuando se acercó un hombre que en mi vida había visto, aunque al mirarlo fue como reconocer algo cotidiano, alguien a quien toda la vida has estado tratando.

No abrió boca, pero me lo dijo bien claro: toma, te regalo otra vida. Y se fue.
Al principio no lo entendí bien, no casaba la realidad con la situación, pero poco a poco fui viendo que algo había cambiado.

En los días posteriores al encuentro noté como al lado de mi rutina habitual nacía una nueva realidad donde yo era el mismo, donde todas las características de mi vida eran exactamente iguales, pero al interactuar con ésta de diferente forma todo cogía un matiz diferente primero y otro color después. Al mismo tiempo me despertaba en un martes, pero vivía dos martes diferentes al decidir en uno ir en mi moto habitual y en el otro ir andando disfrutando de un paseo. A partir de ahí la evolución del día comenzaba a ser diferente, pues en un martes llegaba prontísimo como siempre al trabajo y volvía a cruzarme con la misma gente con las mismas conversaciones, y en cambio en el otro martes conseguía llegar tarde pues además de ir andando me encontraba quizás con un viejo amigo que hacía años que no veía. A partir de ahí el día se iba trazando de una forma muy diferente dependiendo de las decisiones que tomara.

Mientras en mi martes habitual me comportaba como se esperaba de mí, en el otro aprovechaba para ser otro yo que jamás me atrevería a ser ya que veía esta segunda vía como un regalo, como un jardín de pruebas. Poco a poco este segundo plano se convirtió en mi primera opción, se fue comiendo mi vida entera.

Entonces convivían en mí dos formas de afrontar la vida. En la primera por decirlo de alguna manera, en la de siempre, dejaba para más adelante todo, me relacionaba sin sorpresas, trabajaba duro sin resaltar, aceptaba cualquier inconveniente. Y en la segunda que me habían regalado aprovechaba para desinhibirme, para afrontar todos mis sueños, para conocer realmente a toda la gente que me importaba.

Enseguida mi segunda vida cambió al dejar mi trabajo y conseguir otro mejor. Como cobraba más me pude permitir un mejor piso. Como mi trato con el mundo mejoró empecé a rodearme de más gente, de personas más interesantes, y éstas me llevaron a tener una vida más completa, con más colores. Empecé a viajar más, a leer más libros, a comer mejor, a hacer todo aquel deporte que mi otra vida no me apetecía hacer, a salir más. Mi vida regalada comenzaba a ser una vida exitosa.

En contrapartida con mi nuevo yo quedé relegado a tener una vida más gris y sosa al mismo tiempo. Tenía que convivir entre el éxito más deseado y la desidia día a día, hora a hora. Cada vez me tenía más alejado de mí mismo y no veía solución para converger en uno solo.

Era viernes y había acabado de trabajar muy tarde aunque no sabía lo que había hecho. Al mismo tiempo que me ponía el casco, los guantes y el abrigo estaba con unos amigos en la cola de un cine. Me ví sin mirar desde mis ojos tristes de mi vida de siempre sin expectativas, sin sueños. Entonces arranqué la moto y circulé por las calles que me habían aguantado estas dos vidas. Pasé por delante del cine y me vi riendo, me vi feliz, me vi como había querido ser y como había conseguido serlo.

Alcancé una velocidad considerable y al ponerse el siguiente semáforo en rojo cerré los ojos llevándome conmigo una última imagen de mí mismo feliz.

martes, 4 de noviembre de 2008

Has venido

Has venido.
Sí, no me preguntes por qué, porque ni yo lo sé.
Quizás es porque tenías ganas de verme.
No quiero empezar mal.
Entonces ¿quieres empezar bien?
Tampoco he dicho que quiera empezar bien, simplemente no me preguntes qué hago aquí.
Te lo respondo yo: tienes ganas de verme.

Si las tuviera, te lo hubiera dicho, ¿no crees?
No sé, creo que no te conozco.
Entonces ¿por qué has venido tú?
Para eso, para conocerte.
Ni siquiera yo me conozco. Fíjate: no sé qué hago aquí.
Te lo he dicho: tenías ganas de verme.
Y yo te lo he dicho: no tientes a la suerte.
Está bien; el hecho es que has venido.
Sí, pero creo que me voy a ir.
Pero ¡si acabas de llegar!
Pero no sé que hago aquí, no sé por qué he venido y no entiendo por qué no lo entiendes.
¡No entiendo nada!
Es lo que te he dicho.
¿El qué?
Que no me entiendes.
No, no te conozco.
Quizás si me conocieras me entenderías.
Si te conociera y si te entendiera seguramente tendrías ganas de verme.
Si me conocieras y me entendieras, y al mismo tiempo si te conociera y te entendiera.
Todo es empezar.
Todo es acabar.