lunes, 9 de febrero de 2009

La guerra de Clara

Los pocos momentos de silencio sabes que falta algo, parece que el tiempo se haya parado. Nunca te da por pensar que al fin se ha acabado porque ya no concibes la vida sin el sonar de las bombas, los tiros y los gritos. Quizás el único fin que imaginas es el del día que una bomba destruya tu casa, y con ella tú y toda tu familia.
Dice mi hermano que antes de la guerra vivíamos muy bien, no nos faltaba nada; pero la verdad es que a penas me acuerdo ya. En mi cabeza ya solo quedan recuerdos con hambre, con miedo, con estruendos a pocos metros, con mucho polvo después. Constantemente pienso en mi padre que se fue hace ya tres años, en mi madre llorando cuando el cartero le vuelve a decir que no hay cartas para ella. A lo mejor ya se cansó de escribirle lo duro que es vivir tan lejos de nosotros, de llorar cada noche; igual ya no quiere hacernos sufrir y por eso decidió dejar de contárnoslo.
También dice mi hermano que pronto todo se acabará, y que después todo será peor porque la guerra está perdida. Yo no imagino cómo. Y tampoco entiendo por qué terminar con este calvario es perder.

Además de mi padre no paro de pensar en Clara. Iba conmigo a la escuela, éramos inseparables. Nos pasábamos horas corriendo de un lado a otro, yendo a por renacuajos, riéndonos de los otros niños o simplemente sentándonos en nuestro árbol intentando buscar explicación a todo lo que no entendíamos, que era mucho. Los últimos meses habían sido diferentes, la veía extraña. Y no solo porque hubiera dejado atrás ese cuerpo de niña, sino más bien porque me miraba diferente, y se ponía a llorar sin motivo alguno.

Quizás sí que tuviera motivo, quizás era porque lo sabía pero nunca me dijo que se tenía que ir. Ya hace dos meses que no paro de imaginármela lejos, fuera de peligro con sus padres. Para cuando todo acabe espero que vuelva, porque si no lo hace entonces sí que todo será peor.

Desde mi ventana puedo ver lo que queda de escuela: donde antes había la entrada principal ahora solo queda media pared que deja al descubierto todas sus vísceras amontonadas detrás, piedras y muebles mezclados en uno en un gris frío. Debajo de los escombros se ha quedado la última tarde con Clara, rota con una sirena que sigo teniendo metida en mis oídos. Luego todo fueron prisas, todos corrían. En cambio yo me quedé paralizado en medio del pasillo, como si supiera que era lo último que vería de ella.

Sesenta años después sigo estando igual de quieto que entonces. Al final del pasillo se abre la luz de la puerta; alguien me chilla que no me quede ahí, que me vaya corriendo al antiaéreo. Pero yo solo oigo los pasos rápidos y cortos de Clara corriendo, marchándose de nuestra juventud. Sigo paralizado aunque haya pasado una vida entera.
Haber vuelto a aquella calle de mi ciudad es haber retrocedido a aquel punto de donde nunca me he movido. Sí, la vida continuó; la guerra acabó, salimos adelante, tuve y tengo una familia y he vivido todo lo que a cualquiera le hubiera tocado vivir. Pero sigo siendo aquel chico que la guerra robó la inocencia.

Donde recordaba los escombros de la escuela ahora se levanta un almacén que aprovechó el único muro que quedaba. Mi casa ha dado paso a un edificio sin carisma, tan rojo cuando lo construyeron como marrón sucio ahora, casi sin color. Es como si la calle entera continuara triste. No queda nada, pero en cambio en mí todo sigue igual. Nunca he dejado de pensar en aquellos días.


He vuelto porque quería vivir por última vez ese momento. Todos estos años he imaginado miles de veces lo que tendría que haberle dicho. Como si de la última vez se tratase las palabras se me escapan de mis labios:
-Clara, espérame.
-La guerra, la maldita guerra... el miedo me hizo correr.

Detrás mío aparecen unos ojos que ni sesenta años borran de mi memoria. Es ella, es como si el tiempo hubiera cosido aquel pasillo con el presente.
-Clara, eres tú!
-Veo que ya no eres un crío.
-A la vista está, estamos hechos unos ancianos.

-Lo somos desde el día que me marché.
-Era demasiado joven para entender que no debía dejarte marchar.

-Y yo demasiado vieja ahora para saberlo. No hace falta que me digas más.

Entonces vuelvo a aquel pasillo, entre los niños corriendo yo ya no me quedo quieto; aunque se vuelva a marchar porque se caiga el cielo le diré bien alto y claro que no voy a pasar más tiempo sin ella, que no pienso vivir congelado ni un minuto más.
Me coge de la mano, es la primera vez que nos tocamos, y mirándome a los ojos me dice:
-Lo sé, ya no marcharé más.

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