lunes, 4 de mayo de 2009

La noche antes de mi funeral

Sé perfectamente que era un martes el día que recibí la invitación para mi funeral; lo sé porque en todas estas semanas no he vuelto a pasar por ningún martes, nos evitamos sin mirarnos a la cara, como si nuestras vidas no hubieran de cruzarse cada siete días.

Puede parecer raro, y lo es. No había conocido nadie que le hubiesen programado un funeral con dos meses de antelación. Lo normal ¿qué sería? ¿unos días? a lo sumo un par de semanas. Y mucho menos nadie que conozco conocía alguien que le hubiesen finiquitado teniendo una salud tan buena como la mía.

Ninguna enfermedad, ninguna actividad de riesgo. Por no tener, no tenía ni carnet de conducir, ni vivía en una ciudad, ni me gustaban las emociones fuertes, ni tomaba drogas, ni era seguidor de un equipo perdedor, ni tenía novia 20 años menor que yo. Nada, no tenía ninguna justificación para morir.

A esta conclusión no llegué yo solo, me ayudaron un par de amigos y un padre; fue éste el que más insistió para que me moviera a fin de saber por qué me iban a incinerar. La verdad es que siempre había sido mi última voluntad, pero por no oírlo empecé a llamar de un lado a otro. Suerte de la tarifa plana que me había puesto el mes anterior, pues me pude pasar perfectamente 6 días seguidos hablando con teleoperadoras, máquinas contestadoras, familiares lejanos, desconocidos a quienes llamaba por equivocación pero acababa contando mi particular historia, guionistas de televisión y un párroco borracho.

Tras poner una denuncia en la Ocu por no poder contactar con el director regional de la empresa subcontratada que me iba a quemar (se supone que muerto, lo cual era un alivio admití) me acabaron explicando los detalles de la ceremonia, así como los gastos que me iba a ocasionar. A la semana justa de haberme enterado por primera vez se podía decir que lo sabía todo acerca de la fiesta. Y cuando digo fiesta digo fiesta, pues hasta habían contratado una orquesta y un cómico monologuista. Sinceramente se había organizado con buen gusto y la gente, mis dos amigos y padre (el mío, no el cura ebrio que no lo invité finalmente) iban a pasar una velada excelente. El servicio de cátering y la barra libre de dos horas aseguraban el éxito absoluto.

Aun sigo sin entender por qué padre me dio la lata con que volviera a contactar con la empresa y por qué seguía tan enfadado. No conseguía ver todas las exquisiteces de un día tan memorable como el que se había planificado. Quería que investigara quién lo había contratado y sobre todo cómo podía ser que me fueran a incinerar si estaba vivo.

La verdad es que mi salud había decaído tras darme la incapacidad laboral completa por tener un gran riesgo de muerte. Mi jefe no quería que le cayera el muerto encima (literalmente, pues trabajaba en un andamio limpiando cristales) y sobornó a la Seguridad Social para tener los papeles en dos días, tres teniendo en cuenta que había sido festivo el miércoles. Fue conseguir ser un inválido a mis 36 y venirme todos los achaques propios de los jubilados: dolor articular, tozudez matutina, cansancio fácil, fanatismo religioso y pesadez de estómago. Empezaba a entender por qué era a dos meses vista.

¡Quedaba a penas un mes y no tenía ni vestido! Teniendo en cuenta que mis semanas carecían de martes y me pasaba media vida llamando por teléfono para poner al día a los desconocidos a quienes me había equivocado llamando al principio, a mis dos amigos y padre, disponía de muy poco tiempo para adecentarme. Debería tomar uva, adelgazar esos 15 kilitos que me sobraban y echarme novia, que un muerto demasiado blanco, gordo y soltero iba a desentonar con la celebración de alto nivel que iba a tener.

No cabe duda que no pude echarme novia. ¿Qué chica con dos dedos de cabeza y talla 42 como máximo (uno que tiene manías) querría salir con un moribundo que no disponía de piso, coche o plan de pensiones? Ninguna. Tampoco pude perder peso pues los dolores que tenía no me dejaban hacer deporte y acababa atiborrándome de pastillas, que para digerirlas necesitaba acompañarlas de calamares a la romana. No me preguntes cómo llegué a descubrirlo, pero el hecho es que era lo único que me iba bien. No cabe decir que acabé engordando un par de tallas más; de hecho tanto engordé que no cabía en las cabinas de rayos uva, por lo que acabé más blanco que un fantasma finlandés.

Una semana antes de mi velatorio se presentó en plena calle una mujer que dijo ser la directora nacional de la empresa que teníamos para las exequias. Venía acompañada de la joven más horrible que había visto en mi vida. De hecho mis vecinos habían llamado a la policía de lo desagradable que era. La mujer me explicó que ella misma había preparado el mejor funeral que su empresa podía dar, que todos los gastos corrían a su cuenta. Al seguir con media cara de no entender nada y media de asco por presenciar tanta fealdad próxima, la mujer suspiró y me lanzó una revelación en plena napia: era madre y ella (o eso) era mi hermanastra.

Al cambiar mi media cara de asombro por tres cuartos de aturdimiento, madre me explicó que al poco tiempo de nacer (se sobreentendía que yo) lo dejó todo y empezó una nueva vida a tres manzanas de aquí. Se hizo rica con una empresa dedicada a la muerte asesinando personas pobres primero, ricas después, y ahora mismo incinerando legalmente.
La vida le había deparado un segundo matrimonio fruto del cual había tenido una hija, oficialmente la mujer más fea del continente, pero que antes de morir quería ayudar a ser lo más feliz posible dentro de sus posibilidades. Parte de su felicidad consistía en casarse y a poder ser conocer el amor, aunque no era necesario. Era en esta parte cuando entraba yo. Como tenía nociones básicas de mi forma de ser y mis gustos, sabía que no accedería a casarme con ella a menos que estuviera solo, gordo, blanco nuclear y a punto de morir, por lo que había montado todo el percal con este objetivo.

Lógicamente me conmovió enormemente todo lo que madre había hecho por su hija, por nosotros, por nuestro amor. Bueno, tampoco nos pasemos, que era más bien cariño.

En el juzgado no pusieron ninguna pega a que nos casáramos por cariño cuanto antes, pues cuando éste se acaba no hay nada que hacer, y menos con dos adefesios, hermanastros y sentenciado a muerte al menos uno.

Han pasado dos meses y en este tiempo he vivido muchos cambios. Saber que vas a morir te hace valorar la vida de otra manera, especialmente cuando uno de tus progenitores no duda en matarte para sacarse de encima a su hija fea. Lo he asumido todo, lo comprendo y respeto, pero lo que no logro entender es cómo voy a morir esta noche si mañana es mi funeral. Justo hoy, la noche de bodas, la noche de... ¿pasión?

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