sábado, 21 de marzo de 2009

La mirada del tren

Ni siquiera él sabe cuánto lleva ahí, sentado en un vagón cualquiera de un tren anónimo de un día entre semana. Los ojos fijos en la mujer que tiene delante no están mirando su cara, ni sus curvas, ni el periódico de esta mañana. No, ya no mira a ninguna parte; sus ojos se han convertido en ojos asépticos de plástico.


A lo mejor lleva horas en esa posición, pero nadie se ha dado cuenta: seguramente ni él sabe dónde está ya, sin destino ni recuerdos. Ya ni se acuerda de la llamada al móvil que lo ha dejado sentado ahí. Mejor no acordarse que hasta ese momento era un hombre común sin problemas importantes, con sus pequeños sueños de hombre corriente. ¿Y ahora qué? El tiempo se ha quedado parado en ese tren en marcha. Quizás lo mejor sea ver a dónde le lleva, quién lo recoge.

La mujer se apea y en su lugar dos chicas se sientan delante. Ya pueden estar riéndose de él que Isaac sigue congelado, mirando sin ver. En otra ocasión hubiera aprovechado para distraerse con sus tonterías colegialas, pero ya no es el mismo. Mientras tanto el tren sigue avanzando dejando atrás pueblos, campos, polígonos industriales, más pueblos, más mujeres, chicas, abuelos, más pueblos...

El tren de Isaac se paró al descolgar el teléfono. Un simple lo siento mucho, se ha confirmado lo que intuíamos lo dejó sentado en su quietud. Nueve palabras sirvieron para cambiarle la mirada, la vida entera. No esperó a oir más, el teléfono en la mano se quedó como testigo sordo del crímen.


Finalmente el tren llega al final de recorrido, hace una pausa de media hora y reinicia travesía en sentido contrario. Entra una mujer con su hija que se sientan delante, luego otra mujer, otro hombre... Isaac sigue mirando adelante, atrás de antes con sus ojos de muñeco atrapado en un cuerpo cansado; y el tren sigue recorriendo pueblos, campos, vidas y vidas. El tren avanza, el tren no para.

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